El
día que empecé a quererme, dejé de necesitar culpables. No tuve más necesidad
de lanzar mis miedos a la cara de nadie. No fue preciso justificarme ni
reprochar. Descubrí que la vida era inocente y no conspiraba contra mí.
El
día que empecé a tenerme en cuenta, de repente no estuve ni encima ni debajo de
nadie. Mis principios eran los míos. No necesitaba defenderlos ni imponerlos.
Ni siquiera precisaba perpetuarlos en el tiempo, porque podía ir adaptándolos a
mi crecimiento vital. Descubrí que no requería aprobar ni ser aprobado.
El
día que empecé a considerarme mi propio compañero, no volví a estar solo. Ya no
fue necesario mendigar reconocimiento ni sacrificar mi esencia. Me liberé de la
necesidad de sentirme arropado y, paradójicamente, encontré más abrazos que
nunca. Descubrí que, en realidad, la soledad medía mi propia ausencia.
El
día que empecé a decir no cuando lo necesitaba y sí cuando lo sentía, dejaron
de ser importantes los asentimientos o las negaciones. Entendí, a un nivel
profundo, que el respeto no era fidelidad inquebrantable. Descubrí que cada
entrega incondicional, estaba ocultando múltiples condiciones.
El
día que empecé a ser yo, tomé conciencia plena de que no sabía quién era. No
fue preciso tener una respuesta elaborada o un plan fijo. No fue necesario,
nunca más, poseer certezas plenas. Y desde esa ignorancia patrocinada, comencé
a ser un poco más sabio. Descubrí, que cuando me permitía vaciarme, estaba
abriendo espacio para poder llenarme de cosas nuevas.
(Luis Bueno)
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