Valoramos
a las personas por sus experiencias, y en función de lo que externamente
percibimos, nos creamos una imagen de ellas, las idealizamos en unos casos, las
menospreciamos en otros, y a veces las sentimos indiferentes.
En el
“mundo” del crecimiento personal todo vale. Pero en estos tiempos, parece valer
más el hecho de que alguien haya estado en algún país lejano formándose –cuanto
más alejado mejor- o pasando simplemente allí una temporada de descanso u observando
otras culturas.
Y
así, nos impresionan las personas que han pasado estancias en un ashram en la
India, o aquellas que se han formado en un monasterio Budista en el Himalaya, o
los que hayan profundizado en el Zen en Japón…
Nuestra
racionalidad nos lleva a creer que ese tipo de experiencias hacen especiales a
las personas, y las otorgamos un poder especial, creyendo que poseen algo más
que el común de los mortales no posee, creyéndonos que esas experiencias les
hacen más espirituales, lo cual puede ser, pero eso no garantiza la llave al
crecimiento personal
Para
crecer interiormente, uno puede irse a aquellos lugares donde sienta que pueda
hacerlo, pero no es necesario irse muy lejos. Uno crece con las tristezas y con
las alegrias de la vida cotidiana. De nuestro entorno cotidiano.
Crezco
observando con el corazón los ojos del mendigo que me pide limosna en mi ciudad.
Crezco cuando ofrezco algo sin pedir nada a
cambio.
Crezco
cuando piso la tierra con los pies desnudos y agradezco su generosidad.
Crezco
cuando veo que mis hermanos me ayudan incodicionalmente.
Crezco
cuando decido luchar por cambiar lo que siento injusto de la sociedad que me
rodea.
Crezco
cuando no huyo de mi dolor, sino que lo afronto para integrarlo, disolverlo y
sanar mis miedos…
Reconozco
que para mí, las personas más sabias que he conocido han sido mis abuelas. Una
de ellas era analfabeta, y vivió duros episodios de la guerra y la postguerra…
fue planchadora de profesión, con esas planchas de hierro calentadas al fuego. Firmaba con su huella dactilar y debió de vivir
experiencias muy duras… Siempre fue una luchadora y compartió todo lo que
tuvo.
Mi
otra abuela trabajaba la tierra. “Le faltan horas al día para que pueda seguir
trabajando en la tierra” Así decía, pues así era su amor y su dedicación a lo
que había sido desde pequeña su modo de vida. Su vida fue también difícil, con
experiencias duras, y a pesar de todo siempre fue una buena persona que compartió
con todos lo poco que tenía y que se preocupó por los demás.
Ellas
no se fueron a la India, ni al Himalaya, ni a Centroamérica para vivir una
experiencia profunda de crecimiento. Su propia experiencia de crecimiento
estuvo aquí, tocaba estar aquí. Y ambas fueron un gran ejemplo de humanidad, humildad
y fortaleza.
Lo
que ahora llamamos “crecimiento personal”, aquello por lo que pagamos un
dineral para que a través de cursos, de viajes, o incluso de voluntariados nos
aporte algo de coherencia en nuestra vida, no es más que lo que nuestras
abuelas llamaban “la escuela de la vida”
… Y
para aprender de la vida no hace falta viajar miles de kilómetros, o tal vez
sí, si así lo sentimos, pero lo que realmente nos hace crecer es ir
profundizando dentro de nosotros y mirando a nuestro alrededor sin hipocresía y
sin huir esperando que algo externo nos dé un toque mágico y regresemos
renovados y cambiados.
Pisar la tierra, sentirla, observar a nuestro alrededor lo que es preciso cambiar. Reflexionar sobre lo que puedo aportar para que ese cambio sea posible... Indagar en nuestras raíces, en nuestra cultura, sentir lo más ancestral de ella... Todo esta aquí, porque al final del camino, todo está estrechamente unido y entrelazado...
El
cambio es un proceso diario, constante… Podré hacer miles de formaciones, miles
de viajes, pero si no logro discernir entre lo que es consumismo y autoengaño,
y lo que es el verdadero sentir de apertura y honestidad, sólo habré estado
perdiendo el tiempo y engañándome.
Con
amor,
Ángeles
♥
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